Normalidad absoluta. Sábanas y ojos pegados. Pereza de lunes.
Caminé al trabajo sin auriculares, escuchando despertar a
Madrid. En estéreo.
Me encanta ver los atascos, y más si no soy yo quien los
sufro. Me encanta que la ciudad esté viva, y tú mejor que nadie los sabes.
El ánimo estuvo por los suelos.
Por una parte estoy desarrollando
un cuadro de gripe, lo noto. Por otra, estoy sintiendo mucha soledad desde que
te fuiste.
Sí, lo sé. Gente no me ha faltado. Mi familia y los
amigos que he elegido como familia. Me encanta que se preocupen por cómo me
siento. Pero, ya no eres tú el que se preocupa por cómo me siento y eso es algo
que me está costando cambiar.
El cierre del número de este mes me ha mantenido ocupado
todo el día. No he pensado, sólo he hecho. Bueno, reconozco que de vez en cuando pensé en ti. Siempre
encuentro algo que me recuerda a ti y a mí. Juntos.
Ana ha estado de acá para allá. Casi ni la he visto, pero la
he sentido. En la hora de comer nos hemos dedicado unas cervezas, unas tapas y… muchas ganas de reírnos. Es como si viera a mi madre todos los días. En realidad
tiene dos niños. Un de tres, Lucas. Otro de 28, yo.
Hoy salí un poco antes. Tenía que cubrir un evento en
la Casa de América. De estos eventos de alto copete. De estos eventos que me
encantan. De estos eventos en los que por obligación tienes que fingir ser muy
feliz. Es broma.
He cogido un taxi para llegar a casa y cambiarme de ropa lo
más rápido posible.
Elena me ha llamado después de ver tanto mensaje
intimidatorio para que me acompañara. Se ha negado. Ha pillado unA
gripe, pero por todo lo alto.
No me quedó otra que llamar a David. Desde hace una semana
es incapaz de negarme nada. Sumisión pura. A veces, pienso en decirle; “Tío, ten
un poco de dignidad”, pero al fin y al cabo, yo no hago mucha gala de ella
contigo.
Nueve en punto de la noche. Allí estaba. Esperando príncipe en el
metro de Banco de España.
Miraba entre la gente y no te veía. Pero, bueno, me
conformé con David.
Salió del suburbano enfundando en unos vaqueros y una
americana de terciopelo azul marino. Subía las escaleras sonriendo, mientras su
flequillo se movía a cada paso. Se iba colocando la ropa con los dedos.
Yo
me hacía el loco, fingiendo no haberle visto. Quería que me buscara.
Vino directo, a besarme. Yo, como siempre, me rendí inerme a
la fuerza de los ojos verdes.
A veces pienso que uso a David de conejillo de indias y
experimento con él a mi antojo. No lo pienso. Lo creo.
Me agarró de la cintura, con la fuerza inhumana de quien me
ha echado de menos durante las últimas horas. Cruzamos la carretera envueltos
en un halo de caricias adolescentes. Me gustó, para qué negarlo.
Saqué de mi bolso las acreditaciones. Me coloqué la mía y le
puse la suya. Agachaba la cabeza mientras doblaba levemente la rodilla. Como si
fuera a jurar libertad a cualquier señor feudal del medievo.
Saludé a un par de compañeros en el hall. Nadie importante.
Y, cuando creía que me había librado la vorágine de gente
peripuesta… Te encontré.
Odio que compartamos profesión. Odio que tu periódico te haya
mandado aquí. Odio que cortes mi tranquilidad. Odio que me desestabilices.
Hice cosas sin sentido. Corroborando mi teoría.
David intentó calmarme. Y yo me obsesioné por mostrarte que
era muy feliz. No comí ningún canapé, sólo la boca de mi universitario
preferido, de vez en cuando. A ver si te quedaba claro mi mensaje de que soy muy
feliz a su lado. Todo teatro.
Mi amor por ti alineó cabeza y corazón. Mi amor por David es
puramente racional.
Sé que es lo que me conviene. El yerno perfecto, joven y
con una fantástica definición muscular. Pero, por enésima vez. No eres tú.
Hice unas cuantas fotos para la revista. Tomé unas cuantas
notas y me despedí de algún que otro invitado.
Llegué hasta donde estabas tú. Rocé tu hombro. Sentí que
todo volvía a la normalidad. No fue así. Respondiste con un codazo, como
desprendiéndote de mí para siempre.
No te soporto. Era nuestra oportunidad.
David se comportó como un campeón. Me estabilizó varias
veces y me salvó del infarto otras tantas.
Le acompañé al metro y me despedí de sus ojos. Fue algo muy
pasional. Después de tal dosis de realidad, necesitaba sentirme querido.
Llegué a casa, me preparé un vaso de leche, que aún sigue en
el fregadero. Mientras los grumos del cacao en polvo se secan, a la vez que se
seca lo nuestro.
Intenté despertar a Elena, pero la fiebre la ha dejado molida,
en la cama.
Me chuté de ibuprofeno. Me senté a su lado y me dejé caer a plomo
en la cama.
No asimilo la virulencia de nuestra guerra fría. No sabía
que me odiases tanto.
He cogido los auriculares de la mesita . Con los ojos como
platos he dado al play. A ver qué salía y…
“…Ya no respeto tu tregua, ni me quedo en la frontera, ni me
canso de escribir. Fuego abierto al objetivo, ya lo tengo decidido, nadie lo va
a hacer por mí. Empezó la guerra fría, el tiempo de la anarquía empieza tu
amargo fin…”
Esas palabras han respuesto mi munición. No te aguanto. Me
haces daño.
Es una pena, pero no tengo otro remedio. Mi dolor no quedará
impune.
David será mi escudo. Lo sé.
¿Preparado para sufrir?
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